domingo, 31 de mayo de 2009

El Cristiano en el Hogar

EL CRISTIANO EN EL HOGAR-C.H. MAKINTOSH

TU Y TU CASA

Hay dos casas que ocupan un lugar muy prominente en las páginas inspiradas: La casa de Dios y la casa del siervo de Dios. Dios atribuye una gran importancia a su casa, y justamente porque es suya. Su verdad, su honor, su carácter y su gloria están comprometidos en el carácter de su casa. Por tal motivo, es su deseo que la expresión de lo que Él es se manifieste con total claridad en lo que le pertenece.

Si Dios tiene una casa, ella habrá de ser seguramente una casa piadosa, santa, espiritual y elevada; una casa pura y celestial. Deberá tener todos estos caracteres, no meramente de una manera abstracta -es decir, en cuanto a su posición y principios-, sino también en el aspecto práctico. Su posición abstracta se basa en lo que Dios ha hecho de ella y en el lugar donde la colocó; mas su carácter práctico halla su fundamento en el andar práctico de aquellos que forman parte esencial de la misma aquí abajo.

Muchas almas pueden estar dispuestas a comprender la verdad y la importancia de los principios atinentes a la casa de Dios; mas son pocos, comparativamente hablando, los que prestan suficiente atención a los principios que deben regir la casa del siervo de Dios; aun cuando al formulárseles la pregunta: «¿Cuál es la casa que sigue en importancia a la casa de Dios?» respondiesen sin titubeos: «La casa del siervo de Dios.»

Dado que no hay nada comparable a dejar que la santa autoridad de la Palabra de Dios actúe sobre la conciencia, citaré algunos pasajes de la Escritura que pondrán de manifiesto, de una manera clara y rotunda, los pensamientos de Dios acerca de lo que debe ser la casa de uno de sus hijos.

La casa del creyente en el Antiguo Testamento

Noé y su casa

Cuando la iniquidad del mundo antediluviano había llegado a su colmo, y el Dios justo -quien estaba por devastar toda esta escena de corrupción con la recia corriente del juicio- tuvo que decidir el fin de toda carne, estas gratas palabras sonaron a oídos de Noé: “Entra tú y toda tu casa en el arca; porque a ti he visto justo delante de mí en esta generación” (Génesis 7:1).

Se dirá sin duda, y con razón, que Noé era un tipo de Cristo, la cabeza justa de toda la familia de salvados, salvados en virtud de su unión con Él. Lo admito plenamente. Pero ello no quita que vea, en la historia de Noé, otra cosa además de un carácter típico; deduzco de aquí y de otros pasajes análogos un principio que, desde el comienzo mismo de este escrito, quisiera establecer con la mayor claridad, a saber: que la casa de cada siervo de Dios es, en virtud de su relación con Él, puesta en una posición de privilegio y, consiguientemente, de responsabilidad[1].

Este principio tiene infinitas consecuencias prácticas; y ello es lo que, con la bendición de Dios y por su gracia, nos proponemos examinar en el presente escrito. Pero lo que debemos hacer en primer lugar es tratar de establecer la veracidad de lo dicho por medio de la Palabra de Dios. Si simplemente fuésemos llevados a razonar por analogía, el principio en cuestión sería fácilmente demostrado; pues ¿qué persona que conoce el carácter y los caminos de Dios podría creer que Dios atribuye una inmensa importancia a lo que concierne a Su propia casa, y que no atribuye ninguna, o casi, a la de su siervo? ¡Sería imposible! Ello no guardaría consonancia con Dios, y Dios sólo puede obrar de forma consistente consigo mismo.

Pero no podemos limitarnos a tratar esta cuestión tan seria y tan profundamente práctica por pura analogía y meras deducciones. El pasaje recién citado es tan sólo el primero de una serie de varios textos que constituyen pruebas directas y positivas de lo que deseo hacer comprender. En Génesis 7:1 hallamos las significativas palabras: “Tú y tu casa” inseparablemente unidas. Dios no reveló a Noé una salvación sin provecho para su casa. Jamás contempló tal cosa. La misma arca que fue abierta para él, fue abierta también para los suyos. ¿Por qué? ¿Porque tenían fe? No; sino porque Noé la tenía, y porque ellos estaban unidos a él. Dios le dio a Noé, por así decirlo, un salvoconducto que habría de servir para él y para su familia. Lo repito, esto no debilita en absoluto el carácter típico de Noé. Yo veo en él este carácter; mas veo también en él, personalmente, este principio, a saber, que cualesquiera que sean las circunstancias, no podemos separar a un hombre de su casa. El hacerlo implicaría seguramente la más violenta confusión y la más baja desmoralización. La casa de Dios es puesta en una posición de bendición y responsabilidad, porque ella está unida a Él; y la casa del siervo de Dios está, por la misma razón, es decir, por estar unida a él, en una posición de bendición y responsabilidad. Tal es nuestra tesis.

Abraham y su casa

El segundo pasaje que quiero citar se refiere a la vida de Abraham. “Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer… ? Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Génesis 18:17-19).

Aquí no se trata de una cuestión de salvación, sino de comunión con el pensamiento y los propósitos de Dios. Que el padre cristiano note y sopese solemnemente el hecho de que cuando Dios buscaba un hombre a quien pudiese revelar sus consejos secretos, escogió a aquel que poseía la simple característica de mandar “a sus hijos y a su casa” que guarden el camino del Señor.

Esto no puede dejar de demostrar, a una conciencia delicada, un aguzado principio; pues si hay un punto respecto del cual los cristianos han faltado más que sobre cualquier otro, es en el deber de mandar a sus hijos y a su casa que sirvan al Señor. Ellos seguramente no han tenido a Dios delante de sus ojos a este respecto; pues, al considerar todas las Escrituras referentes a los caminos de Dios respecto a Su casa, encuentro que en todos ellos hay una característica invariable: Dios ejerce su poder sobre el principio de la justicia. Él ha establecido firmemente y mantenido inquebrantablemente su santa autoridad. No importa el aspecto o el carácter exterior de la casa de Dios, el principio esencial de sus tratos con ella es inmutable: “Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5). El siervo debe siempre tomar a su Maestro como modelo; y si Dios gobierna su casa con un poder ejercido en justicia, así debo yo gobernar la mía; pues si, en algún detalle, difiero de Dios en mi conducta, debo evidentemente estar mal en ese detalle; esto está claro.

Pero Dios no solamente gobierna su casa como lo dijimos, sino que también ama, aprueba y honra con su confianza a aquellos que lo imitan. En el pasaje citado, lo oímos decir: «No puedo encubrir mis propósitos a Abraham.» ¿Por qué? ¿Por causa de su gracia y fe personales? No; simplemente porque “mandará a sus hijos y a su casa”. Un hombre que sabe mandar así a su casa, es digno de la confianza de Dios. Ésta es una asombrosa verdad, cuyo filo alcanzará, espero, la conciencia de los padres cristianos. La mayoría de nosotros, ¡ay!, al meditar Génesis 18:19, haríamos bien en prosternarnos delante de Aquel que pronunció y escribió esta palabra, y exclamar: «¡Qué fracaso de mi parte, qué vergonzoso y humillante fracaso!»

¿A qué se debe? ¿A qué se debe que hemos faltado a la solemne responsabilidad que nos ha tocado con respecto al gobierno de nuestra casa? Creo que hay una sola respuesta a esta pregunta: la razón es que no hemos hecho efectivo, por la fe, el privilegio conferido a esta casa, en virtud de su asociación con nosotros. Es notable que nuestros dos primeros pasajes nos presenten, con absoluta exactitud, las dos grandes divisiones de nuestro tema, a saber: el privilegio y la responsabilidad. En el caso de Noé, la palabra era: “Tú y tu casa”, en relación con la salvación. En el caso de Abraham, era: “Tú y tu casa” con relación al gobierno moral. La relación es a la vez notable y hermosa, y el hombre que falta en fe para apropiarse del privilegio, faltará en poder moral para llevar a cabo la responsabilidad.

Dios considera la casa de un hombre como parte de sí mismo, y el hombre no puede, en el más mínimo grado, ya en principio, ya en práctica, desconocer esta relación sin sufrir graves daños y sin causar perjuicios al testimonio.

Ahora bien, la pregunta para la conciencia de un padre cristiano, es ésta: «¿Cuento con Dios para mi casa; y gobierno mi casa para Dios?» Ésta es, seguramente, una pregunta solemne; sin embargo, es de temerse que muy pocos cristianos sienten su importancia y gravedad.

Puede que mi lector se sienta dispuesto a demandar un mayor número de pruebas bíblicas que el que se ha aducido, en cuanto a nuestro derecho de contar con Dios para nuestras casas. Voy, pues, a proseguir con las citas bíblicas.

Jacob y su casa

Leamos un pasaje con referencia a la historia de Jacob: “Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el.” Estas palabras parecen haber sido dirigidas a Jacob personalmente; pero él jamás pensó, ni por un momento, en desligarse de su familia, ni en cuanto al privilegio ni en cuanto a la responsabilidad; por eso se añade. “Jacob dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos. Y levantémonos, y subamos a Bet-el” (Génesis 35:1-3). Aquí vemos que un llamado hecho a Jacob, pone toda su casa bajo una responsabilidad. Jacob fue llamado a subir a la casa de Dios, y la pregunta que se presenta de inmediato a su conciencia, es: «¿Está mi casa en un estado conveniente para responder a tal llamado?»

La casa del siervo de Dios en el libro del Éxodo

Nos remitimos ahora a los primeros capítulos del libro del Éxodo, donde vemos que tan sólo una de las cuatro objeciones de Faraón a dejar que Israel fuese plenamente liberado, se refería específicamente a los niños (Éxodo 10:8-9): “Y Moisés y Aarón volvieron a ser llamados ante Faraón, el cual les dijo: Andad, servid a Jehová vuestro Dios. ¿Quiénes son los que han de ir? Moisés respondió: Hemos de ir con nuestros niños y con nuestros viejos, con nuestros hijos y con nuestras hijas; con nuestras ovejas y con nuestras vacas hemos de ir; porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.” La razón por la cual debían tomar a los niños y a todos los que estaban con ellos, era que tenían que celebrar una fiesta solemne a Jehová. La naturaleza podía decir: «Oh, ¿qué es lo que estas criaturitas podrían comprender acerca de tal fiesta? ¿No temeríais que pudiesen hacerse formalistas?» La respuesta de Moisés es simple y decisiva: Hemos de ir con nuestros niños, etc. (v. 9) porque es nuestra fiesta solemne para Jehová.

Los padres israelitas no tenían la idea de que debían buscar una cosa para sí mismos y otra para sus hijos. No suspiraban por Canaán para ellos y por Egipto para sus hijos. ¿Cómo habrían podido nutrirse del maná del desierto o del fruto del país de la promesa, entretanto sus hijos se estuviesen alimentando de los puerros, las cebollas y los ajos de Egipto (Números 11:5)? ¡Imposible! Ni Moisés ni Aarón habrían comprendido tal manera de actuar. Ellos sentían que un llamado de Dios dirigido a ellos, era un llamado dirigido a sus hijos, y, además, si no hubieran estado plenamente convencidos de ello, tan pronto como habrían salido de Egipto por un camino, sus hijos los habrían hecho regresar por otro. Que tal habría sido el caso, Satanás bien lo sabía; por eso puso en boca de Faraón esta objeción: “No será así; id ahora vosotros los varones, y servid a Jehová” (Éxodo 10:11). Esto es precisamente lo que muchos cristianos profesantes hacen o más bien tratan de hacer en la actualidad. Profesan salir de Egipto para servir al Señor, pero dejan allí a sus niños. Profesan haber realizado el “camino de tres días” por el desierto; en otras palabras, profesan haber dejado el mundo, estar muertos al mundo, y resucitados con Cristo, como quienes poseen una vida celestial, y como herederos de una gloria celestial, la cual constituye su esperanza. Pero dejaron a sus hijos atrás, en manos de Faraón, o más bien de Satanás[2]. Han renunciado al mundo para sí mismos, pero no pudieron hacerlo para sus hijos. Por eso, en el día del Señor, ellos revisten la profesión de extranjeros y peregrinos; cantan himnos, pronuncian oraciones y enseñan principios, dando muestras de ser personas muy avanzadas en la vida celestial y que, por su experiencia real, tocan las fronteras de Canaán (en espíritu, naturalmente, ya están allí); pero ¡ay, desde el lunes por la mañana, cada uno de sus actos, cada uno de sus hábitos, cada uno de sus objetivos contradice su profesión de la víspera! Sus hijos son formados para el mundo. El alcance, el objeto y el tipo de educación[3] que reciben, así como la elección de su carrera, es de carácter totalmente mundano, en el sentido más cierto y estricto del término. Moisés y Aarón no habrían podido admitir tal manera de actuar, como tampoco un corazón moralmente sincero y una mente recta podrían comprenderlo.

Yo no debería tener para mis hijos ningún otro principio, ninguna otra porción ni ninguna otra perspectiva que la que tengo para mí mismo; ni tampoco debería prepararlos con vistas a otra cosa. Si Cristo y la gloria celestial son suficientes para mí, también lo son para ellos; pero entonces la prueba de que ellos son suficientes para mí debiera ser inequívoca. El carácter de un padre o de una madre cristianos debería ser tal que no diera lugar a la menor sombra de duda en cuanto al verdadero propósito que abriga en su alma o al objeto positivo de su corazón. ¿Qué pensaría mi hijo si le dijera que mi deseo ardiente es que sea partícipe de Cristo y del cielo, cuando, al mismo tiempo, lo educo para el mundo? ¿Qué creerá? ¿Qué es lo que ejercerá la más poderosa influencia en su corazón y en su vida: mis palabras o mis actos? Que la conciencia responda y que su respuesta sea recta y franca: que proceda de las más íntimas profundidades del alma, y que demuestre indisputablemente que la cuestión ha sido comprendida en toda su fuerza y gravedad. Creo verdaderamente que ha venido el tiempo para que los cristianos busquen actuar en la conciencia de unos a otros.

Debe ser evidente para todo hombre de oración que observa con atención el estado actual del mundo cristianizado, que éste presenta un aspecto muy enfermizo; que su tono está miserablemente bajo; en una palabra, que debe tener en sí algo radicalmente malo. En cuanto al testimonio relativo al Hijo de Dios, ¡ay, es algo que raramente, muy raramente, se tiene en cuenta! La salvación personal parece constituir, para el noventa y nueve por ciento de los cristianos profesantes, el todo de lo que les interesa, como si fuésemos dejados aquí abajo para ser salvos, y no, como salvos, para glorificar a Cristo.

Ahora bien, con afecto y también con fidelidad, quisiera preguntar a mis lectores si gran parte del fracaso en el testimonio práctico para Cristo ¿no se podría atribuir justamente al descuido del principio que hallamos implicado en estas palabras: “Tú y tu casa”? Estoy convencido de que este descuido tiene mucho que ver al respecto. Una cosa es cierta: mucho de mundanalidad, de confusión y de mal moral se ha deslizado en medio de nosotros, porque nuestros hijos han sido dejados en Egipto. Muchos que, diez, quince o veinte años atrás, tomaron en la Iglesia una posición eminente de testimonio y de servicio, y que parecían estar de todo corazón dedicados a la obra del Señor, ahora han vuelto atrás de una manera tan lamentable que no tienen la fuerza para mantener sus cabezas arriba del agua, y menos todavía para ayudar a otros a mantenerse en pie. Todo esto profiere una fuerte voz de advertencia para los padres cristianos que formaron una familia: Guardaos de dejar a vuestros hijos en Egipto. Más de un corazón de padre quebrantado, en este presente tiempo, ha quedado sumido en llantos y gemidos por no haber sido fiel en el gobierno de su casa. El tal dejó a sus niños en Egipto, en un tiempo malo de crasas ilusiones; y ahora que con una real fidelidad, tal vez, y una seria afección, se atreve a dejar deslizar unas palabras en los oídos de aquellos que han crecido a su alrededor, él no encuentra sino corazones indiferentes que hacen oídos sordos a sus advertencias, pero que se aferran con decisión y con vigor a ese Egipto en el cual él los dejó por su incredulidad e inconsecuencia. Éste es un hecho duro, cuya sola mención podría atormentar a más de un corazón; mas la verdad debe ser declarada; pues aunque pudiera herir a algunos, bien podría ser una saludable advertencia para otros[4].

La casa del siervo de Dios en el libro de Números

Pero debo proseguir con las pruebas bíblicas. En el libro de los Números, los “niños” todavía nos son presentados. Ya hemos visto que el verdadero propósito de un alma en comunión con Dios era salir con sus hijos de Egipto. Ellos debían ser sacados de allí a toda costa; pero ni la fe ni la fidelidad de los padres cristianos terminaban allí. Debemos contar con Dios no solamente para sacarlos de Egipto, sino también para introducirlos en Canaán. A este respecto, Israel falló de una manera notable, pues, cuando los espías volvieron de Canaán, el pueblo, al oír su desalentador informe, pronunció estos tristes acentos: “¿Por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto?” (Números 14:3). Terribles palabras eran éstas. De hecho, no hacían sino comprobar, en lo que toca a ellos, lo que tan astuta y ruinmente el Faraón había predicho respecto de esos mismos niños: “¿Cómo os voy a dejar ir a vosotros y a vuestros niños? ¡Mirad cómo el mal está delante de vuestro rostro!” (Éxodo 10:10).

La incredulidad justifica siempre a Satanás y hace a Dios mentiroso, en tanto que la fe, por el contrario, justifica siempre a Dios y hace a Satanás mentiroso; y así como es invariablemente cierto que conforme a nuestra fe nos será hecho, también es igualmente cierto que la incredulidad cosechará lo que sembró. Así ocurrió con Israel, desdichado, a causa de su incredulidad. “Vivo yo, dice Jehová, que según habéis hablado a mis oídos, así haré yo con vosotros. En este desierto caerán vuestros cuerpos; todo el número de los que fueron contados de entre vosotros, de veinte años arriba, los cuales han murmurado contra mí. Vosotros a la verdad no entraréis en la tierra, por la cual alcé mi mano y juré que os haría habitar en ella; exceptuando a Caleb hijo de Jefone, y a Josué hijo de Nun. Pero a vuestros niños, de los cuales dijisteis que serían por presa, yo los introduciré, y ellos conocerán la tierra que vosotros despreciasteis. En cuanto a vosotros, vuestros cuerpos caerán en este desierto” (v. 28-32). “Limitaron al Santo de Israel” en cuanto a sus niños (Salmo 78:41; V.M.). Era un grave pecado, y nos ha sido mencionado para nuestra instrucción.

Cuán a menudo el corazón de los padres cristianos razona sobre la manera de tratar con sus hijos, en lugar de situarse simplemente sobre el terreno de Dios respecto a ellos. Puede argüirse que «no podemos hacer cristianos de nuestros niños». Pero no se trata de eso. No somos llamados a «hacer» algo de ellos; ésta es la obra de Dios y de Dios solamente; pero si Él nos dice: «Llevad a vuestros niños con vosotros», ¿rehusaríamos obedecerle? O todavía: «Yo no querría hacer de mi hijo un formalista, ni podría hacer de él un verdadero cristiano»; mas si Dios, en su infinita gracia, me dice: «Yo considero tu casa como parte de ti mismo y, al bendecirte, la bendigo a ella.» ¿Debería yo, por incredulidad de corazón, rechazar esta bendición, bajo el pretexto del temor al formalismo o de mi imposibilidad de comunicar la verdad? ¡Dios nos guarde de semejante extravío!

Regocijémonos, más bien, con un gozo vivo y sincero, de lo que Dios nos ha bendecido con una bendición tan rica y abundante que no sólo se extiende a nosotros, sino que también alcanza a todos aquellos que nos pertenecen; y, puesto que la gracia nos ha acordado esta bendición, dejemos que la fe eche mano de ella y la apropie para nuestra familia[5].

Recordemos que el medio de probar que sabemos gozar de una bendición, es ser fieles a la responsabilidad que ella impone. Decir que cuento con Dios para llevar a mis hijos a Canaán y, al mismo tiempo, educarlos para Egipto, es una perniciosa ilusión. Mi conducta pone de manifiesto que mi profesión es una mentira, y no debería asombrarme si, en sus justas dispensaciones, Dios permite que coseche los frutos amargos de mis caminos.

La conducta es la mejor prueba de la realidad de nuestras convicciones, y, en esto, así como en todas las demás cosas, esta Palabra del Señor es solemnemente verdadera: “El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios” (Juan 7:17). Pero a menudo queremos conocer la doctrina antes de hacer Su voluntad, y la consecuencia de ello es que somos dejados en la más profunda ignorancia. Hacer la voluntad de Dios respecto a nuestros hijos, es considerarlos tal como Dios lo hace: como parte de nosotros mismos, y educarlos en consecuencia. No es simplemente esperar que ellos más tarde se manifiesten como hijos de Dios, sino considerarlos como aquellos que ya han sido introducidos en una posición de privilegio, y tratar con ellos según este principio, en todo respecto.

Se podría concluir de los pensamientos y actos de muchos padres cristianos que, a sus ojos, sus hijos no son más que gentiles que no tienen, para el presente, ningún interés en Cristo ni ninguna relación con Dios en absoluto. Esto, seguramente, es errar terriblemente el blanco divino. No se trata aquí de la tan a menudo debatida cuestión del bautismo de los niños o de los adultos. No; se trata simple y únicamente de una cuestión de fe en el poder y en los alcances de esta palabra tan particularmente llena de gracia: “Tú y tu casa”; una palabra cuya fuerza y belleza se harán cada vez más evidentes a nosotros a medida que avancemos en este breve escrito.

En el capítulo 16 del libro de Números, v. 26-27, vemos todavía a los niños considerados como inseparablemente unidos a sus padres, y eso en una circunstancia de lo más trágicamente solemne. Y Moisés “habló a la congregación, diciendo: Apartaos ahora de las tiendas de estos hombres impíos, y no toquéis ninguna cosa suya, para que no perezcáis en todos sus pecados. Y se apartaron de las tiendas de Coré, de Datán y de Abiram en derredor; y Datán y Abiram salieron y se pusieron a las puertas de sus tiendas, con sus mujeres, sus hijos y sus pequeñuelos”. Todos estos niños descendieron vivos al abismo y los tragó la tierra, no por estar personalmente asociados a la rebelión, sino a causa de su identidad con sus padres rebeldes. Ya en bendición, ya en juicio, Dios trata a los hijos como no siendo sino uno con sus padres. Se podría preguntar: ¿Por qué? Y Dios responde en Éxodo 34:6-7: “Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: ¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad; que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado; que visita la iniquidad de los padres sobre los hijos y sobre los hijos de los hijos, hasta la tercera y cuarta generación.” Algunas personas podrían encontrar difícil el hecho de conciliar este pasaje con el de Ezequiel 18:20, donde se dice: “El alma que pecare, esa morirá; el hijo no llevará el pecado del padre, ni el padre llevará el pecado del hijo; la justicia del justo será sobre él, y la impiedad del impío será sobre él.” En este último versículo, el padre y el hijo son considerados en su propia capacidad individual y, en consecuencia, son juzgados según el estado moral de cada uno individualmente. Aquí se trata de una cuestión absolutamente personal.

La casa del siervo de Dios en el libro del Deuteronomio

A lo largo de todo el libro de Deuteronomio, los israelitas son una y otra vez enseñados por Dios a poner los mandamientos, los estatutos, los juicios y los preceptos de la ley delante de sus niños; y estos mismos niños son representados, en muchas circunstancias, como inquiriendo en la naturaleza y objeto de diversas ordenanzas e instituciones. El lector si quiere puede leer fácilmente los diversos pasajes.

Josué y su casa

Quiero pasar ahora a considerar esa tan bella declaración de Josué: “Escogeos hoy a quién sirváis… pero yo y mi casa serviremos a Jehová” (Josué 24:15). Notemos que él no dijo solamente “yo”, sino “yo y mi casa”. Josué comprendía que no era suficiente que él mismo fuese personalmente puro de todo contacto con las contaminaciones y abominaciones de la idolatría; sentía, además, que tenía que velar sobre el carácter moral y sobre la condición práctica de su casa. Aunque Josué no hubiese ido a adorar a los ídolos, ¿habría sido culpable si sus hijos los hubiesen servido? Además, el testimonio de la verdad habría sido así realmente manchado tanto por la idolatría de la casa de Josué como por la idolatría de Josué mismo; y el juicio, en consecuencia, no podría haber sido evitado.

Elí y su casa

Bueno es ver esto claramente. El comienzo del primer libro de Samuel proporciona una muy solemne prueba de esta verdad: “Y Jehová dijo a Samuel: He aquí haré yo una cosa en Israel, que a quien la oyere, le retiñirán ambos oídos. Aquel día yo cumpliré contra Elí todas las cosas que he dicho sobre su casa, desde el principio hasta el fin. Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado” (1.ºSamuel 3:11-13).

En este ejemplo vemos que cualquiera sea el carácter personal del siervo de Dios, el Señor no lo tendrá por inocente si no pone en orden su casa como corresponde. Elí debía haber reprimido a sus hijos. Era su privilegio, como lo es el nuestro, poder contar con el poder de Dios actuando con él para someter todo elemento que, en su casa, fuese por naturaleza a comprometer el testimonio que debía a Dios. Pero él no actuó en este sentido ni supo prevalerse de este poder para vencer el mal en los suyos; así pues, el fin de Elí fue un terrible juicio: porque su corazón no había sido quebrantado con motivo de su casa, su nuca fue quebrantada con motivo de la casa de Dios. Si Elí hubiera contado con Dios y actuado fielmente con Él para reprimir a sus contumaces hijos, según la santa responsabilidad que recaía sobre él, la casa de Dios nunca habría sido profanada, y el arca de Dios no habría sido tomada. En una palabra, si Elí hubiese considerado a su familia como parte de sí mismo, y hubiese hecho de ella lo que debía ser, no habría atraído sobre sí el terrible juicio de Aquel que tiene por principio no separar jamás estas palabras: “Tú y tu casa.”

¡Ay, después de este evento, cuántos padres han seguido las pisadas de Elí! ¿Cuántos padres hay que se hacen una idea totalmente falsa de la base y del carácter de sus relaciones con sus hijos, actuando hacia ellos según el principio de una indulgencia ilimitada, dejándoles hacer su propia voluntad en todo el período que va desde la infancia, pasando por la adolescencia, hasta la edad adulta? Tales padres no tienen fe para asumir el terreno divino, y les ha faltado hasta la fuerza moral necesaria para asumir el terreno humano para hacer que sus hijos los respeten y los obedezcan; y el resultado de todo esto es el más triste espectáculo de extravagante insubordinación y de insensata confusión.

El primer objeto que debe proponerse el siervo de Dios en el gobierno de su casa es rendir en ella un testimonio a la gloria de Aquel a cuya casa él mismo pertenece. Éste es realmente el verdadero terreno en el que debe actuar un padre cristiano, el verdadero principio que lo debe regir. Yo no debo procurar tener a mis hijos en orden para que me causen menos molestia o por una cuestión de conveniencia para mí, sino porque la gloria de Dios está interesada en el orden piadoso de las casas de todos aquellos que forman parte de la casa de Dios.

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