sábado, 9 de mayo de 2009

El hombre de Dios en tempos peligrosos


 El hombre de Dios en tempos peligrosos

Por Eliseo Apablaza

Cuál ha de ser el carácter de un hombre de Dios en nuestros días? Los nuestros son días difíciles y –aún más– peligrosos, por lo cual es preciso estar atentos a las admoniciones del Espíritu Santo, y velar. En este estudio se desarrollan siete características que ha de tener todo hombre de Dios en nuestros días: visión espiritual, una fe personal, consagración a Dios, sujeción a otros siervos de Dios, lealtad a la verdad, aceptación de la cruz sobre su alma, y discernimiento espiritual. Sólo si está convenientemente premunido de estos recursos espirituales podrá dar la buena batalla, y habiendo acabado todo, estar aún firme.

"Mas tú, oh hombre de Dios … pelea la buena batalla de la fe." (1ª Timoteo 6:11-12). "… A fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra." (2ª Timoteo 3:17).

Al examinar la historia de la fe, encontramos una galería de hombres fieles, que en su respectivo tiempo y circunstancias, sostuvieron el testimonio de Dios. Hombres que perfectamente podrían continuar la gloriosa lista de Hebreos capítulo 11. Para ellos está reservado, sin duda, un grande galardón en los cielos.

EL EJEMPLO DE PABLO

De todos los santos de esta era, es, sin duda, Pablo de Tarso quien ha estimulado más a las decenas de generaciones que han vivido desde sus días hasta hoy, a imitarlo. Su invitación: "Sed imitadores de mí" no ha caído en tierra (1ª Cor.11:1; Fil.3:17, 1ª Tes. 1:6).

De Pablo de Tarso podemos decir que es el más destacado de los cristianos de todas las épocas. Es el apóstol por excelencia. Su figura destaca nítida entre todas las demás. Su obra y sus enseñanzas son ejemplares e inspiradas por Dios, como todo lo que está en su Santa Palabra. El vivió en el siglo I de nuestra era, y su misión fue la más alta que le cupo a un siervo en la actual dispensación: dar a conocer el misterio que estuvo escondido en Dios desde los siglos y edades: que los gentiles son llamados a participar de las bendiciones de Dios, de la salvación en Cristo Jesús, "quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras." (Tito 2:14).

Es, pues, el misterio de Cristo y de la iglesia, el que Pablo tuvo que aclarar a todos. El vivió en tiempos en que el judaísmo, con toda la herencia de Moisés y los profetas, era, para los judíos, probadamente la religión verdadera. En este contexto, Pablo debió establecer claras diferencias entre el judaísmo y la doctrina de Cristo, y mostrar ésta no como un mero complemento de aquélla, sino como la nueva y definitiva revelación de Dios, no sólo para los judíos, sino para el mundo entero. En tal encrucijada, Pablo hubo de echar mano a toda la luz que de Dios había recibido, para proclamar y defender el verdadero evangelio, la salvación sólo por la fe de Jesucristo, la gracia como contrapuesta a las obras de la ley, la libertad del creyente en Cristo, y la absoluta disociación del cristianismo de todo lastre judaico.

En tal misión hallamos a Pablo enfrentando públicamente a Pedro en Antioquía, y luego escribiéndole con todo ahínco a las iglesias de Galacia: "Estoy perplejo en cuanto a vosotros" (4:20); "¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó para no obedecer a la verdad …?" (3:1). En tal misión lo tenemos en el Concilio de Jerusalén oponiéndose a los judaizantes legalistas, que querían poner pesadas cargas sobre los hombros de los discípulos. En tal misión lo tenemos enfrentándose a judíos (fariseos, saduceos, sacerdotes), griegos (epicúreos, estoicos) y romanos; ante gobernadores, reyes, y ante el propio emperador.

Vemos también a Pablo soportando la apostasía de algunos colaboradores (Himeneo, Fileto, Demas, Figelo, Hermógenes, Onesíforo, Alejandro el calderero), en tiempos peligrosos y de creciente deterioro. Lo vemos, finalmente, prisionero en Roma, solitario en su primera defensa, pero con la satisfacción de la misión cumplida, hasta su muerte poco después.

EL ORIGEN DE SU COMPETENCIA

¿De dónde provenía la fuerza, la competencia de este hombre de Dios? Evidentemente, no de su formación intelectual o religiosa. En la epístola a los Filipenses, Pablo abjura de su formación farisaica con palabras contundentes. En efecto, luego de enumerar allí los diversos antecedentes de su currículum en cuanto a la carne, dice: "Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo." (3:3-8). Su anterior formación farisaica es, para él, "pérdida" y "basura", al igual que todas las demás cosas de la carne. No es, por tanto, en su formación humana, sea intelectual o religiosa, en donde tenemos que buscar el origen de su competencia.

"No que seamos competentes por nosotros mismos para pensar algo como de nosotros mismos, sino que nuestra competencia proviene de Dios, el cual asimismo nos hizo ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica." (2ª Cor.3:5-6). No es por los años que pasó a los pies de Gamaliel aprendiendo la ley; no es por la excelencia de su linaje; no es por su formación en las letras griegas y romanas. Tales cosas proceden de "nosotros mismos" y, por tanto inútiles.

"La letra mata, mas el espíritu vivifica". Es la capacitación de Dios, y sólo ella. Son sólo Sus dones y recursos los que hacen la idoneidad de un hombre de Dios. Y la piedra angular de la competencia de Pablo es la revelación de Jesucristo: "Agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre … revelar a su Hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles." (Gál.1:15-16). Es de esta revelación fundamental, y de la revelación de las verdades de Dios para su tiempo, de donde procede su competencia y utilidad para Dios. Lo que importa, en definitiva, es si se ha visto algo de parte de Dios o no. Es un asunto de visión, no de formación.

Pablo tuvo en el camino a Damasco un encuentro crucial, que alteró todas las prioridades de su vida; fue un encuentro que provocó una conversión total y desencadenó un servicio fecundo. "Me he aparecido a ti –le dice el Señor– para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquello en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz." (Hechos 26:16-18).

De ahí en adelante, Pablo se sostuvo como viendo al Invisible; en medio de la mayor oposición, pero fiel a la verdad. El ahora duerme, pero sus obras siguen y nosotros aprendemos de él a permanecer firmes en este día, en medio de la oposición que nos rodea.

Pablo pudo decir, al concluir su vida: "He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. " (2ª Tim.4:7). Pero, ¿qué diremos nosotros cuando nos hallemos en ese trance? Este es el día en que nosotros hemos de atender a estas cosas. ¿Cómo hemos de permanecer firmes, cómo hemos de ser fieles a Dios, si los tiempos en que vivimos son, al parecer, aún más difíciles que los de Pablo; si la fe es hoy más hostilizada por los incrédulos; si el amor se enfría por todos lados (no en manos de la persecución, sino en las de la autocomplacencia); si cada cual busca lo suyo propio y no lo que es de Cristo Jesús? ¿De dónde sacar los recursos espirituales para hacer frente a las acuciantes necesidades de este día? Aún más, ¿Cuál ha de ser el carácter del hombre de Dios en tiempos peligrosos como el nuestro?

Un hombre de Dios no es un ser fortuito, surgido al azar, e improvisado sobre la marcha. Un hombre de Dios es la conjunción de múltiples factores, todos los cuales, fundidos y amalgamados con mano maestra por el Divino Alfarero, pueden llegar a conformar un instrumento que sea útil y enteramente preparado para toda buena obra.

VISIÓN ESPIRITUAL

Un hombre de Dios ha de tener, pues, en primer lugar, visión espiritual. Nadie puede colaborar en la obra de Dios si no ha visto algo de parte de Dios. Humanamente hablando, nadie puede trabajar en una construcción, por ejemplo, si antes no ha tenido, al menos, algún conocimiento acerca de qué se construye, y de cuáles son las instrucciones para edificar bien. Evidentemente, un arquitecto tiene mayor visión y conocimiento que un carpintero o albañil; cada uno tiene el conocimiento que precisa para desempeñar bien su labor. Pero, –siguiendo con el ejemplo–, aunque el carpintero o el albañil precisen menos conocimiento según su trabajo particular, es necesario que posean también un conocimiento general acerca de la obra.

En nuestro caso, es fundamental tener un conocimiento espiritual producto de la revelación de Dios. Si se tiene este conocimiento firmemente establecido en el corazón, entonces habrá una obra eficaz y la firmeza necesaria para enfrentar las dificultades, de modo que cuando éstas surjan, se vean pequeñas ante la visión de la gloria del propósito de Dios y de la obra terminada. Teniendo el corazón puesto en la meta y el galardón, se puede sufrir hoy el oprobio. Teniendo ante sí la visión de la obra completa, poco importan las contradicciones. (Hebreos 12:1-3)

A Pablo le fue revelado el Hijo de Dios (Gál.1:16); y recibió, además, revelación acerca del propósito de Dios (2ª Tim.1:9) y acerca del papel que a él le cabía en ese propósito. (Efesios 3:8-9). Teniendo estas cosas claras, él podía servir. Y esto es así no sólo con Pablo: también lo es con cada uno que quiere servir. Seguramente en menor grado, de acuerdo a la medida de la fe y el área de servicio de cada uno, pero decididamente estas cosas tienen que estar presentes. La visión espiritual no puede faltar.

¿Conoces a Cristo de verdad? ¿Tienes conocimiento de cuál es el propósito eterno de Dios, de cuál es su propósito específico para esta generación, y de cómo tú puedes colaborar con él? Esto no es conocimiento mental, no es mera enseñanza doctrinal, sino que es algo profundamente espiritual.

Lo primero que ha de poseer, entonces, un hombre de Dios, es visión espiritual.

FE, EXPERIENCIA Y TESTIMONIO PERSONAL

Un hombre de Dios ha de poseer una fe propia, que le permita resistir en el día malo. Como aquel "árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace prosperará." (Salmo 1:3), el hombre de Dios permanece fundado y firme en la fe (Col.1:23). Su característica fundamental no es el abundante follaje ni la regia estampa, sino la firmeza de su fe, por lo que puede permanecer firme aún en las pruebas más duras. El hombre de Dios no tiene una fe parásita, sino una fe personal, propia, producto de una visión personal. Su actuar no depende de la fe de otros, como tampoco depende de la incredulidad de otros. Aunque bien sabemos que en la casa de Dios se recibe y se da ayuda, con todo, la firmeza de un creyente se basa en una fe personal, producto de haber visto al Señor.

El hombre de Dios tiene una historia personal. Hay una carrera que él sabe que está corriendo. El puede reconocer claramente los hitos de esa carrera. Puede dar testimonio de las misericordias de Dios en cada una de esas etapas. El hombre de Dios puede decir, como Pablo: "Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia." (Gál. 1:15). Y como David: "Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre … No fue encubierto de ti mi cuerpo, bien que en oculto fui formado, y entretejido en lo más profundo de la tierra. Mi embrión vieron tus ojos, y en tu libro estaban escritas todas aquellas cosas que fueron luego formadas, sin faltar una de ellas." (Salmo 139:13, 15-16). De ahí en más, él puede reconocer la mano de Dios librándole, guardándole y guiándole como un padre libra, guarda y guía a su propio hijo.

¡Qué consuelo es, en el día de la prueba, en el día en que el cielo se nubla y las esperanzas flaquean, hacer memoria de las misericordias de Dios y enumerarlas una por una! Podrán las circunstancias dar en contra, y tratar de desmentir la realidad de Dios en nuestra vida, pero desde lo profundo de nuestro ser, y aún desde los registros de nuestra memoria, surge un testimonio inconfundible a favor de Dios, de su amor tantas veces probado, de su paciencia infinita, de sus incontables favores y misericordias disfrutadas día tras día. Sólo quien ha visto la mano de Dios siguiéndole paso a paso en el camino de la vida podrá resistir firme en el día malo, y, habiendo acabado todo, estar firme.

De esta fe personal, y de esta experiencia personal, surge necesariamente un testimonio personal. Hay una palabra que se tiene que decir a favor de Dios. Hay en el corazón y en la boca un río que busca fluir en alabanzas al Dios bendito, y que necesariamente fluye. Este testimonio tiene ahora el valor de lo visto, lo oído y aun de lo palpado.

Al igual que Juan, podemos decir: "Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida … lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos …" (1ª Juan 1:1,3). Lo mismo que Pedro podemos también decir: "Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo." (2ª Pedro 1:16-18).

Alguien puede aducir, tal vez, que el testimonio de Juan y de Pedro procedían de experiencias concretas, pero ¿acaso no es más firme aún el testimonio del Espíritu Santo en nuestro espíritu? ¿No es el Espíritu el que da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios? ¡Es más seguro el testimonio del Espíritu, sin duda!. Pablo mismo lo atestigua diciendo: "Aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así." (2ª Cor.5:16). Por eso, ¡qué firmes e incuestionables son las palabras que proceden de la experiencia espiritual de un hombre de Dios! ¡Qué firme es el testimonio de un hombre que ha visto y oído al Señor! Esto es lo que hace estable la fe, real la experiencia y firme su testimonio.

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